Rincones del Atlántico

Los Últimos Refugios

Los Últimos Refugios

Lucas de Saá Rodríguez

Hace muchos años se formó un lugar donde se refugió lo que parecía ser el eterno bosque que jamás iba a morir, tan grande era que ocultaba una enorme extensión de tierra; en ese espacio natural nació lo que se conoce hoy como el mito del Bosque de Doramas. Desde la costa hasta el interior, todo el suelo y el relieve se había cubierto de manchas verdes de distintos matos que arropaban una no menos importante variedad de animales. A todo ese conjunto de seres vivos dependientes unos de otros se le denominó “laurisilva”.

Todo iba muy bien hasta que se establecieron los primeros asentamientos. Estos sujetos venidos de tierras lejanas, no tenían desarrollada la facultad de dejarse impresionar por la naturaleza salvaje de un bosque exuberante. Era muy fácil para aquellos invasores modificar un espacio ecológico bien afirmado, ya que no encontraban obstáculos a su paso que no pudieran apartar. Y es a partir de ese momento cuando comienza a escribirse la historia del “Monte de Doramas” con la gente que se va quedando. Desde entonces, se han estado vaciando las islas de paisajes originales y de su considerable vestigio de vida. El magnífico entorno natural de Doramas se fue cambiando por otras cosas dudosamente más convenientes. Día a día, año tras año, fueron muchos más los que se quedaban para seguir haciendo lo mismo y cada vez era menos el botín a repartir.

Había que adentrarse bastante lejos del sendero para que ningún ser extraño al bosque pudiera desconcentrar el trabajo del pintor. Cargado con sus bártulos, le resultaba lento el andar evitando quebrar una sola mata. No era el único recorrido que hacía entre el movimiento de los helechos que cubrían la hojarasca. El equipaje que estaba obligado a transportar cada vez, para resolver la totalidad de una jornada, a veces se le hacía pesado, aunque la estancia y la soledad eran suficiente premio como para merecer el esfuerzo: conseguir la comunicación entre la naturaleza y el arte.

Hacía una media hora que había entrado en el bosque por un enmarañado follaje de brezos, se abrió paso a través de lomos de interfluvios y sin poder evitarlo, a causa del aparejo que llevaba, siempre se mojaba los pies al cruzar los fondos de los barrancos, el agua la veía discurrir cauce abajo llevando alguna que otra historia que contar a los sauces siempre sedientos. Sólo oía los murmullos de la selva, atrás quedaban ahogados los últimos ruidos de una sociedad que crecía muy aprisa y, lo mejor de todo era que hacía un buen rato que le acompañaba la imagen de una laurisilva bien ordenada y que además, tenía la certeza de que no iba a surgir la presencia de otro ser humano y ni siquiera a oírse. Tantos eran los temas para pintar que los estaba reteniendo en la memoria para elegir si pintarlos por la mañana o por la tarde. El pintor caminante había llegado a su destino y se confundía con la madre naturaleza que le aportaba episodios de creación y romanticismo. Pero aún debería transcurrir un buen rato hasta conseguir del todo pasar desapercibido incluso para la huidiza gallinuela.

La magia de los pinceles ligando colores cubría veloz la incómoda mancha blanca del lienzo, se movían con la finalidad de reflejar un trozo de la vida salvaje de la laurisilva de Doramas. Jornada tras jornada, el tema iba cogiendo forma enriqueciéndose con las imágenes que bañaba la niebla. El sonido del suave y permanente cauce de agua hacía que el tiempo se detuviese y sin darse cuenta, el pintor se encontraba de pronto con el apuro de tener que recoger los bártulos casi al tacto, limpiar la paleta y los pinceles y procurar no dejar ni la más mínima huella antes de irse. La oscuridad apagaba los verdes y envolvía la profundidad del paisaje en un plano de grises y sin luces. Había olvidado otra vez que el canto prolongado de los mirlos tras escarbar entre el mantillo era la señal para dar por terminada la sesión; pero para el pintor, aquel canto era música y no le apetecía dejar su realidad para regresar a una sociedad despiadada. El camino de vuelta se difuminaba cada minuto que pasaba y la constante lluvia hacía resbaladizo el regreso a casa. El fuerte olor a tierra mojada se acentuaba entre las tinieblas, y el entramado de troncos y ramas somnolientas le impedían salir con comodidad de un espacio que se cerraba. Al mirar a lo alto un escalofrío recorrió el cuerpo del pintor, ya que le pareció distinguir una negra red de chirriantes ramas que se recortaban entre el crepúsculo.

Sabía que no había ser humano alguno que pudiera indicarle donde estaba la salida, sólo la confianza en que una mano amiga le guiase era suficiente para, poco a poco ir saliendo de aquel aprieto. El pintor, mientras caminaba, iba dejando atrás los troncos de los viñátigos y los tiles; después las hojas de los laureles. Los duendes le enfocaron un huesudo y viejo acebiño, siempre con ganas de contar historias, hasta que aparecían las fayas y los brezos, lugar por donde estaba la salida: el borde del bosque. El paso del tiempo fue cambiando la entrada al monte y cada vez el pintor la encontraba diferente, más acuchillada de caminos y pistas que le hacían recordar con tristeza imágenes de un pasado no muy lejano, de cuando los burros de los carboneros subían sedientos por los estrechos senderos cargados de leña y a golpes de varas de follaos. Los temas interesantes de pintar, los que estaban ordenados de forma espontánea y sin especies invasoras, empezaban a refugiarse en lugares cada vez más complicados de llegar, más lejos y más inaccesibles. El pintor se fue dando cuenta de que muchos de los escenarios que había pintado y dibujado ya no estaban, o habían desaparecido, o bien, habían sido modificados a causa del hacha. Por desgracia y aunque le resultaba difícil de creer, se daba cuenta de que el arte se estaba convirtiendo en un documento histórico, era el único testigo que inmortalizaba visualmente algunos trozos de una selva agonizante.

...Y llegó un mal día cuando unos colonos fueron más allá de una pequeña tala y empezaron a desmantelar aquel espléndido grupo de árboles y sembraron de cemento el suelo que había quedado inerte, la tala de paisajes se extendió como una sombra y los muchos argumentos empleados demostrando la agresión fueron insuficientes para detenerla. La palabra y la letra de Cai-rasco de Figueroa tampoco sirvieron de nada frente a las herramientas de los homínidos. El pintor anotó en la memoria lo que le comentó Antonio: — “¿cómo podemos luchar sólo con la palabra cuando ellos emplean artillería pesada? Esos cretinos -a los que sólo les falta hablar- están demostrando que son más brutos que nadie. En su ardiente afán por talar, intentan talar hasta el recuerdo; han talado el olor y el sonido y encima no dudan en erigirse árbitros del universo...” Otras voces sentenciaron — “La tala del monte, ...desacredita a los gestores ... e invalida la capacidad de los mismos para imponer criterios conservacionistas ...

Los caminos se ensanchaban cada vez más gracias a las motosierras y los terrenos para el cultivo fueron obteniéndose con años de incendios y con grandes máquinas que dieron paso a una importante erosión, hasta que se terminó la selva de Doramas y dió comienzo al mito. Ser un pintor de la laurisilva ya no tenía sentido en un bosque que había sido despojado de sus árboles. La selva de laureles había desaparecido de Gran Canaria y con ella la razón de estar y de vivir en el no lugar. Nada pudieron hacer los escasos defensores que trataron de impedir su desaparición, ni siquiera la administración estuvo de su lado, al contrario. A lo largo de su historia más reciente, ha dado muestras de su ferocidad por ejemplo hace poco en la Cruz del Carmen de Anaga. Allí tuvo el atrevimiento de arrancar de cuajo a la mejor y más extraña formación de tejos que había en Canarias para poner en su lugar un amasijo de bloques y cemento. El pintor caminante que hasta el día de esa ruindad solía acudir a ese mágico lugar a visitar a un amigo tejo, tuvo que continuar haciendo sus dibujos donde este árbol le había comunicado a través de su lenguaje de formas: que el resto de su familia con otros parientes se habían refugiado en lo más alto de las montañas, instalados en sitios muy empinados, allí donde la bruma suele acariciar los retorcidos cabellos de los tejos y suspirando entre ellos, gemidos de un pasado hace tiempo olvidado. El caso es que, desde tiempos remotos, no se sabe muy bien por qué, este amigo se puso en contacto con otros y se acomodaron en la llamada Cruz del Carmen, lugar nada ventoso y además llano. Habían conseguido entre todos modelar un paisaje armónico, muy original y único. Este viejo conocido “era” uno de esos árboles a los que se les arrebató la vida a cambio del hormigón; árbol anónimo para la inmensa mayoría de los seres vivos, pero al que el pintor le cogió especial cariño al verlo crecer tan espléndido en compañía de otros individuos. A este tejo, y a todas aquellas especies que han sido y serán eliminadas del planeta por el ser humano, hay que dedicarle un recuerdo muy entrañable por haber contribuido a ennoblecer la belleza natural de un bosque. Su retrato, ya terminado, lo dibujó el pintor a lápiz durante sus largas y gratas tertulias, para después plasmarlo en un lugar destacado de un gran cuadro de laurisilva.¨


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