Rincones del Atlántico

Árboles que no dan Fruto

"¡Cuántas veces se oye repetir con desconsolador desdén la frase que encabezaba este escrito, mofándose muchos del escasísimo número de personas que tienen gran empeño en el fomento del arbolado!

Estas personas ­­­­-desgraciadamente pocas fieles á las leyes naturales, a los preceptos que la Providencia inculca en sus obras por donde quiera que dirijamos la vista, proceden con más cordura y son más útiles al país y á sí mismos que aquellos a quienes aludimos.

Conocida es la teoría de que todo árbol que no produzca esos frutos tangibles, inmediatamente aprovechables, ni debe plantarse ni debe consentírsele en nuestros bosques naturales, y por lo mismo deben ser destruidos, quemados y roturado el suelo que han enriquecido con sus despojos, para sembrar después ¡oh gloria! patatas el primer año, trigo el segundo y; por último, raquítico centeno.

Sí, contentaos con la raquítica cosecha que dan ya en su tercer año esos suelos pendientes a que hago alusión; contribuid a lavar de tierra sus rocas desnudas y dejadlas como vastas azoteas de forma inclinada, amenazando las tierras labradías inferiores, más sentadas y más propias para un cultivo duradero, que han desaparecer arrastradas al mar por las aguas recogidas en esas esterilizadas lajas, donde jamás debieron esas manos sacrílegas haber tocado las especies que les son naturales, por más que no se den frutas comestibles.

Los que tal práctica ejercen, no sólo labran su propia ruina y la del vecino, sin la de las generaciones venideras y las del país entero, cuyas tierras magníficas y fértiles en demasía van cada año a pasos agigantados a sepultarse en el mar y a convertirse por muchos días el azul de nuestras aguas en el color oscuro que entristece al que en él para la atención.

Esos árboles que no dan fruto, sus despojos, que también levantáis de encima de sus raíces con una engañadora codicia, son los mejores protectores que las tierras bajas y cultivadas pueden tener para evitar desgracias como las que ahora estamos experimentando.

Por violenta que sea una lluvia, jamás veréis en un monte bien cuidado -con la capa de hojarasca, de yerbas y de arbustos que debe cobijar- que se formen las barrancadas que ahora veis en los terrenos cultivados, aunque la inclinación del suelo en que aquél existe sea mayor que la del que está en roturación.

El ramaje alto, el de los arbustos, la esponja espesa de mantillo que con la repetida caída de esas hojas se ha formado, todo sirve de filtro y detiene el ímpetu de la goteronada que va pasando durante muchas horas por todos esos obstáculos, a través de los cuales, cuando llega a penetrarlos, sale clara, cristalina como al caer y sin tierra ni escombros que aumenten su volumen y la ayuden a arrastrar cuánto por delante encuentra, a manera de alud.

Si no, comparad lo que pasa en una loma poblada de árboles y en otra que no lo esté: salid ahora al campo y fijaos en esas rarísimas manchas de arbolado semejantes a lunares en la superficie de la isla. ¿Veis acaso esos estragos en los terrenos roturados que quedan por su parte inferior?

Yo podría enseñar, como vivísimo ejemplo de lo que estoy sosteniendo, un montecillo de sólo diez años de formación, situado a la mitad de un terreno pendiente, cultivado en sus extremos, donde penetró el torrente por su orilla superior y se dividió filtrándose y dejando depositada en él la tierra y escombros que traía. Al otro lado salió el agua clara, que aunque formó barrancadas a su salida, no fueron tan numerosas ni profundas como las de la parte alta.

¿Puede darse ejemplo más palpable, prueba más clara del resultado que dan esos árboles que no dan fruto? Si ese monte existiera desde lo alto de la loma ¿hubiera habido daño?

Un amigo nuestro muy instruido y que escribe en esta Revista me decía con este motivo: “Es el monte, en estos casos, a la violencia de la lluvia lo que los rompe-olas ó estacadas en los puertos de la Mancha a la impetuosa marejada.” En efecto, allí las olas embravecidas y levantadas por fuera de la estacada se debilitan y dividen su fuerza en direcciones varias, dando por resultado la tranquilidad y la calma por el otro lado. ¿Y acaso no habéis estado junto al monte, cuando el viento reina impetuosamente, y visto que por el otro lado opuesto al del tiempo la lluvia es menos intensa y el huracán que le acompaña menos furioso? ¿Y no es otro fruto precioso que proporciona el arbolado de que nos ocupamos? ¿ No habéis notado, cuando la lluvia cae y el viento continúa, con que prontitud se secan esos terrenos antes inundados de agua, y cómo por el contrario, la humedad y la frescura se conservan bajo el monte, permitiendo una filtración continua hacia las capas del subsuelo de donde provienen nuestros manantiales? ¿No es éste otro fruto inapreciable del arbolado que no es de vuestro gusto? Y en los tiempos de neblina, ¿no veis como el arbolado gotea, cuando en los puntos desnudos de él no se nota la menor humedad? Las hojas en estos casos funcionan como todo el cuerpo delgado y anguloso, haciendo que en ellas se deposite el agua que en el estado globular forma las nubes. Es el mismo fenómeno que el que podéis observar en vuestra cabellera o barba cuando atravesáis una neblina.

En fin, es poco el partido que de ese monte puede sacarse en limpias y desbroces. ¿Sacaréis acaso mejor fruto cuando en esos terrenos que de árboles debían estar cubiertos sembráis una unidad de trigo, para coger dos, tres o cinco a lo sumo cuando el año es magnífico y el suelo privilegiado? ¡Qué sorprendente resultado, qué cultivo brillante y que fruto tan hermoso os da vuestra industria desmontadora!

Y esa administración que nos rige, que forma nuestras leyes y en quien descansa el porvenir del país, ¿por qué no inventa medios para impedir que terrenos pendientes se cultiven con arado, se siembren de cereales y tubérculos, cuyas labores solas contribuyen a encaminarlas al mar, sin necesidad para ello de lluvias tormentosas? ¿Por qué en lugar de alarmarnos y hacer leyes y reglamentos contra enfermedades que suponéis cien veces más contagiosas que en lo que en realidad son, no hacéis que se reglamenten estas causas que señalamos como origen principal de las actuales calamidades? Si así continuamos, estas islas en su mayor extensión quedaran reducidas a estériles rocas, y la miseria y abandono serán la herencia que legarán las actuales generaciones a las que están por venir.

No negaremos que otras causas, como la obstrucción del curso natural de las aguas, hayan contribuido a las ruinas que hoy lamentamos; pero la principal, la que más debe fijar la atención es la guerra ciega e ignorante que se viene haciendo al arbolado.

¿Y cómo fomentarlo? Se nos dirá ahora. ¿Cómo podremos ver repoblado nuestro desnudo suelo? El remedio es sencillísimo. Basta dejar tranquilo el terreno que en otro tiempo estuvo cubierto de monte. No se permita la entrada en él al arado ni al ganado y se verán brotar al cabo de pocos años las antiguas especies que allí existieron.

Además, tenéis el tagasaste, el pino, que con tanta facilidad se produce cuando se exponen sus semillas en un monte ya formado con este útil forraje. Lo único que falta es la fe, el conocimiento de su verdadera utilidad. Conocida ésta, la voluntad se afirma y el resultado será pronto palpable."

V. Pérez
Revista de Canarias, Año II, num. 28, enero 23 de 1880


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