Rincones del Atlántico



Crear Lanzarote
Arquitectura
Naturaleza
Paisaje
Ser humano


Santiago Alemán

Lanzarote es la más oriental de las islas que conforman el archipiélago canario, con una superficie de 846 Km2. un perímetro de 187 Km y una altitud máxima de 671 m en las Peñas del Chache, situadas en el macizo de Famara, en el norte de la isla. Esta última cifra podemos compararla con la que nos ofrece, en la isla de Fuerteventura, el Pico de la Zarza, situado en el macizo de Jandía, en el sur de la isla, con sus 807 m de altitud.
Dada la cercanía entre ambas islas, y siendo en su formación geológica las más antiguas del archipiélago, también por ello han sido las que han estado sometidas a una más fuerte y constante erosión. Por supuesto que la cercanía y el asentamiento sobre una fractura paralela a la costa continental africana les han conferido unos caracteres climáticos y orográficos especialmente bien diferenciados del resto de las islas que forman el conjunto del archipiélago. Esta escasa altitud en los macizos y conjuntos montañosos que conforman el mapa orográfico insular, tanto en Lanzarote como en Fuerteventura, hace que estas islas queden siempre por debajo de la inversión térmica de los alisios del NE, producto del anticiclón de las islas Azores.

Sólo esporádicamente, en las partes más altas, masas nubosas de humedad aportan algún frescor y alivio a la tierra. Lanzarote, a diferencia de las islas occidentales, carece de riqueza en cuanto a variantes climáticas. Las precipitaciones son escasas e irregulares, y cuando llegan, a veces lo hacen con fuerte intensidad. Además, la insolación es elevada, las temperaturas medias anuales son altas, los vientos persistentes, etc. Todos estos elementos han dado como resultado una climatología que reúne todas las características del tipo continental desértico, con registros pluviométricos inferiores a los 150 mm anuales. A esta crudeza de datos, correspondientes a una isla de caracteres tan sufridos, debemos añadir la aridez del ambiente, sólo amortiguado por elevados registros de humedad relativa del aire para combatir los efectos del viento, la sequía y las olas de calor en los periodos estivales.

Este sombrío panorama hizo que, aun en fechas no muy lejanas, se produjeran enormes movimientos migratorios hacia núcleos poblacionales urbanos en ésta u otras islas del archipiélago, o incluso hacia las lejanas tierras del continente americano, en la otra orilla del Atlántico, en la búsqueda de unas mejores perspectivas de subsistencia vital.

A pesar de esos antecedentes, de índole natural y humana, hay elementos variados para analizar el desarrollo y la forma de integración hombre-naturaleza, a lo largo de los tiempos, en una isla de tan reducidas dimensiones, pobre en recursos materiales pero muy rica en criterios intuitivos y creativos por parte de sus moradores.



El clima y su incidencia en el hábitat
Aunque ya hemos reseñado en párrafos anteriores la climatología, que de forma clara incide sobre la isla, ésta hay que situarla en la perteneciente a las zonas cálidas-secas. Dentro de las características generales que pueden tener dichas zonas, habrá unas más cercanas al individuo y al entorno en el cual desarrolla toda su actividad vital, profesional y existencial; nos referimos al “microclima de un lugar”. En él, las condiciones pueden ser muy diferentes de las generales que se dan en la zona: una pendiente al Sur o al Norte puede significar más de tres grados centígrados de diferencia de temperatura; un barranco, unos árboles, un estanque, enfrían el ambiente o cortan el viento humedeciendo el entorno y el aire, generando con ello un microclima muy diferente al existente unos cuantos metros más allá.

Por esto, en la arquitectura popular o rural, el microclima ha sido un factor que se ha tenido muy en cuenta a la hora de elegir el emplazamiento de una edificación, y se ha tratado de corregir las condiciones de su entorno con elementos vegetales o constructivos (muros, zocos, contrafuertes, etc.), insertándolos en el paisaje. Se trata de un tipo de arquitectura compacta, con escasas aberturas, gruesas paredes, casi subterráneas o semi-subterráneas para obtener la máxima inercia térmica frente a las variaciones del exterior. Tienen el recurso del patio para generar un espacio protegido del sol, humedecido y refrescado con la presencia del agua (aljibe), reconciliando así la arquitectura con el exterior.

Al referirnos a los antecedentes del hábitat humano lanzaroteño, es obligado comenzar por los antiguos pobladores prehispánicos, localizados en las aldeas o poblados como los de Zonzamas, Acatife, Ajey, Masdache o Testeina, muchos de los cuales fueron cubiertos por las lavas en las erupciones del siglo XVIII. Las casas recibían el nombre de “Casas Hondas”, pues se construían rebajando el nivel del suelo. Con esta fórmula lograban mejorar las condiciones ambientales de la vivienda, al reducir los efectos del frío, del calor y del viento. En zonas volcánicas, más remotas, se aprovechaban las coladas formadas como cuevas con entradas protegidas por recintos de piedras. Ejemplos de éstas se encontraron en el Malpaís de la Corona (Haría), Las Maretas (Yaiza), y Tahiche (Teguise).

En el siglo XV, concretamente en 1402, la isla es la primera en ser conquistada por los franceses normandos al mando de Jean de Bethencourt, el cual fundó su primer emplazamiento en la zona de El Rubicón, situada en el sur de la isla, del que hoy en día sólo quedan algunos restos de su fortaleza y pozos.

Ya entonces, la imposibilidad de obtener autoabastecimiento en la mayoría de los productos, dada la pobreza de recursos de la isla, hacía necesario importarlos de otras del archipiélago, incluidas las maderas para la construcción. Para solucionarlo se utilizó la cal, materia prima rica en la zona, como moneda de cambio. A esta pobreza se le añadió, por una parte, el factor de la desprotección ante las sucesivas invasiones berberiscas y piratas, que asolaban la isla de Norte a Sur, y luego una larga etapa de erupciones volcánicas, que conformarían un nuevo y más crudo paisaje sepultando poblados enteros y causando un mayor aislamiento. Aún así, ante tantos avatares, la isla se fue desarrollando dentro de las limitaciones propias a las que se había visto abocada por lo acontecido a lo largo de su historia. Precisamente esas enormes invasiones del mundo bereber producen un lógico mestizaje humano y cultural, el cual queda claramente reflejado en la arquitectura rural y sus elementos constructivos, utensilios y terminología, con un extenso elenco de topónimos y palabras aplicadas a lugares, usos y costumbres en el quehacer cotidiano del lanzaroteño.

Por lo expuesto, de la cultura prehispánica, con sus modos y hábitat, se fue pasando a nuevos tipos constructivos, modelos en los que siempre destacó la percepción innata del ser humano lanzaroteño en su lucha por la adaptación al fenómeno dual “Vida-Naturaleza”. Aprendieron de los conquistadores el oficio de albañiles y alarifes con los secretos elementales para la construcción y levantamiento de viviendas, adaptándolas con su sello personal al entorno y orografía del lugar y al paisaje insular en general.



Las viviendas rurales fueron siempre edificios que sirvieron, en función del microclima del lugar, unas veces como barreras contra la lluvia y el viento y otras veces como filtros sutiles de la luz y el calor. Constituyeron un ejemplo en el archipiélago de un tipo de arquitectura doméstica dotada de las más personales y diferenciadas características dentro de su sencillez constructiva. Las casas tenían planta de distribución en L, en C o en U, una orientación protectora de los vientos alisios hacia el Sureste, y un pequeño patio, propio de las citadas zonas cálidas-secas, en el que confluían las distintas dependencias y habitaciones y donde solía estar ubicado el aljibe para dar mayor frescor a la vivienda, además de un parral o algún árbol a cuya sombra se formaban las tertulias familiares. Mostraban originales chimeneas y cubiertas de azoteas con techos planos, a un agua, a dos o a cuatro –según fuese el lugar de mayor o menor índice pluviométrico–, guardando siempre unas lógicas proporciones y dimensiones tanto en el tamaño del tejado como en la caída de las vertientes. Estos techos, ante la falta de tejas salvo en la zona de Teguise, más señorial y antigua capital de la isla, se cubrían de torta elaborada con barro, arenilla, paja, cal y algunas veces estiércol de cabra. Las paredes, por lo general, se construían de piedra volcánica, basalto, ripio y barro, enjalbegándose de blanco en su mayoría. También, como influencia decorativa morisca bereber, existían ornamentaciones en fachadas con franjas y ribetes en tonos grises, añil, ocre o caparrosa. Está claro, pues, que la vivienda rural, en el medio y en el entorno elegido, lo era por necesidad vital del campesino, marinero, pastor, etc., y su familia. Así es como, con su trabajo y esfuerzo, el agricultor fue el máximo exponente del ecologismo puro, respetuoso, conservador e integrador en el entorno medioambiental; no en vano, ha sido ésta la fuente de su existencia y manutención. Nuestros campesinos, auténticos héroes anónimos, de una isla dura y llena de obstáculos sangrantes, han sabido aprovechar a lo largo de los años los escasos recursos naturales disponibles, logrando de ellos el máximo rendimiento posible. Han creado espacios agrícolas únicos en el mundo, simplemente trabajando con la ayuda de dos bestias entrañables, las cuales han pasado a formar parte de la historia de esta tierra por su ayuda en la configuración de un paisaje peculiar; nos estamos refiriendo al camello o dromedario y al burro.

Ejemplo de esta integración y simbiosis ser humano-naturaleza la encontramos en la zona de La Geria, donde, tras las erupciones volcánicas de 1730, los vientos alisios transportaron hacia el sur y el este el picón, rofe o lapilli, cubriendo de esta ceniza volcánica las escorias lávicas, como un manto más o menos uniforme. Este viento sirvió para que el campesino bordara con sabiduría e intuitiva plasticidad unos impresionantes manteles de calados y encajes para el cultivo de la vid. En la siembra de todo tipo de productos agrícolas se pone de manifiesto un magistral ejemplo de creatividad innata, ya que los resultados han ofrecido a la vista auténticas obras pictóricas, tapices; en definitiva, composiciones llenas de equilibrio, ritmos, masas de matizados colores, tensiones y contrastes, y, por supuesto, un bien definido recorrido visual hacia los puntos de máximo interés.

Con esta clara demostración de integración medioambiental, hay que decir que en el devenir de los tiempos, en este singular espacio, hombres y mujeres han trabajado codo con codo, de sol a sol, en una labor que ha durado varias generaciones; levantando muros, cavando hoyos, plantando parras, preparando enarenados para todo tipo de cultivos, etc. Esta forma de trabajar el campo se extiende por toda la geografía insular, aplicándose a las distintas labores agrícolas, incluyendo las plantaciones en el jable, para las batateras, calabazas, sandías, melones, tomates, etc. Ha quedado, pues, debidamente reconocido que el trabajo de nuestros agricultores ha sido el más claro ejemplo de cómo se debe realizar un sistema de explotación de la tierra, adaptándose e integrándose en el medio, mejorándolo y al mismo tiempo buscando el mayor rendimiento del mismo, todo sin que éste pierda su personal idiosincrasia.

Valoración personal de la situación actual
En la actualidad, debido a un desarrollo brutal, y al parecer imparable e irracional, nos encontramos en una situación de permanente invasión de espacios naturales, algunos antes protegidos, modificaciones en el hábitat, cambios en las costumbres habituales y desaparición de tradiciones y valores históricos y etnográficos de la isla.

Este entorno natural tiene entre sus especificidades elementos como las nubes, el viento, el siroco, los volcanes, palmeras e higueras solitarias como puntos de contraste, a modo de veletas, dentro del paisaje, la mar como fuente de vida y a la vez marca infausta de dolor, tierras resquebrajadas por erupciones múltiples que dan cobijo a tantas historias y diálogos ocultos de supervivencia. Un todo como parte de unas raíces culturales que cada vez vemos mas lejanas y perdidas por imperativos legales, de no sé qué evolución y acrecentamiento económico, que no cultural y formativo.

Haciendo un análisis con cierto esfuerzo, dentro del rigor, veo que en la década de los 70, y muy especialmente en los primeros años de la década de los 80, fue cuando ya de forma clara y definitiva comenzaron a sentirse las consecuencias del desarrollo turístico iniciado tímidamente en los años 50 y 60 como alternativa complementaria a las labores tradicionales. Ahora ya se consolida este proceso, produciéndose en la isla un monocultivo que envuelve como una red imantada todo el devenir de la actividad insular. Las conexiones, tanto del mundo de la pesca, antaño tan importantes para la isla, como las del sector agrario, se fueron alejando del sistema productivo primario insular; en el primer caso, posiblemente, por desidia política ¿acaso interesada? o por falta de acuerdos internacionales. El hecho es que el sector turístico impone la subordinación de los demás sectores existentes –el empresarial, el social y el político– transmitiendo a la sociedad insular el mensaje de una total dependencia y la apariencia de ser el salvavidas insular.

La isla, pues, sufre todas las consecuencias en su territorio: aumento desmedido y desmesuradamente rápido de la población, extensión de las áreas urbanizables y densificación de las mismas, incremento del consumo de recursos naturales, energéticos, sanitarios, educativos, etc.; todas de primer orden. Todos éstos son factores que obligatoriamente tienen que incidir en la problemática medioambiental, máxime en una isla tan frágil como ésta.

Aparecen, como consecuencia, asentamientos en zonas rurales, previas calificaciones y recalificaciones de planes parciales, en cada uno de los municipios insulares, algunas veces bajo el temor y la duda, de los cuales, salvo las construcciones por necesidad existencial de los naturales del lugar, la mayor parte suele corresponder no a fines agrícolas, como antaño, sino al expansionismo turístico y al ocio.

Surgen, pues, construcciones eclécticas que tratan de imitar a las de nuestros antepasados con muy desigual suerte, logrando en la mayoría de los casos auténticos pastiches arquitectónicos. Podemos decir con crudeza que hoy en día son parajes simple y claramente objetos de consumo para beneficio de inmobiliarias, ya que no sólo los pueblos, en sus núcleos urbanos, han aumentado el número de sus habitantes, sino que pequeños pagos y caseríos, hasta no hace mucho lugares de residencia exclusivamente de agricultores, pastores o pescadores, han visto atónitos cómo, de forma rápida, sus tranquilos entornos han sido objetivo voraz de promotoras e inmobiliarias con fines especulativos y turísticos. La riqueza material y lucrativa seguramente ha sido rápida, pero la pérdida de tranquilidad y, lo que es peor, de las tradiciones, costumbres y señas de identidad en tantas zonas de la isla, ya no tiene recuperación posible.

Observamos con enorme tristeza que cada vez es más acelerada la desvirtuación cultural, desapareciendo los valores de la etnografía como parte importante de la antropología y la transmisión patrimonial que el pueblo debe heredar de sus antepasados. Tradiciones, privilegios, hechos históricos, sabidurías populares transmitidas generación tras generación, etc. Todos estos elementos encuentran múltiples dificultades, junto a la desidia y el desinterés oficial para su estudio y preservación.

Desde mi atalaya, como docente y artista plástico, considero en mí una obligación personal la lucha contra esta ausencia de valores éticos y morales, contra el desprecio por la vida y la naturaleza y la hipocresía social, los cuales están incidiendo de forma clara en mi forma de entender y expresar mi obra artística como lo haría y hará cualquier individuo, miembro del colectivo social al que pertenecemos. Como encargado, además, de intentar facilitar el acceso a la cultura y el conocimiento a unos alumnos como parte de los objetivos más importantes, debo estudiar permanentemente sus facultades y propiciar que las pongan al servicio de la colectividad, cultivando sus capacidades, aunque luego es el modelo social que les toca vivir el que desgraciadamente echa por tierra todo el proceso enseñanza-aprendizaje.

Ésta es la conclusión, poco optimista, bien es verdad, que me ofrece el actual panorama paisajístico, natural, físico y humano de la isla de Lanzarote. Una tierra que ha vuelto claramente la espalda al pasado, a sus raíces, a su identidad y a su historia, que se ha fijado como meta el presente, ya que teme claramente al futuro. ¿Por qué?...

En Tías, a 3 de noviembre de 2006


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