Rincones del Atlántico


Poemas de Pedro Bethencourt Padilla


Quiero vivir en la montaña

uiero tener mi hogar en la montaña
donde primero el sol diera sus besos de oro
cuando yo en las mañanas meditare
al amor de los árboles amigos.

Quiero tener mi hogar en la montaña,
para vivir en paz humildemente
como viven las flores y los pájaros
al dulce amparo de la primavera.

Quiero tener mi hogar en la montaña,
donde yo pueda conciliar mi espíritu
con la harmonía que las cosas guardan
en el misterio de las soledades...

Quiero tener mi hogar en la montaña,
cerca de los boscajes harmoniosos,
donde las brisas amanezcan siempre
con un rumor de nuevas esperanzas...

Quiero tener mi hogar en la montaña,
entre los verdes mirtos olorosos
donde oculta salmodie una calandria
su oración matinal de cada día...

Quiero tener mi hogar en la montaña,
para ser de las aves compañero
y dormir sin temor como ellas duermen
bajo la bendición de las estrellas...

Quiero tener mi hogar en la montaña
frente a la mar y al horizonte diáfano;
mi casa, que contemplen a lo lejos,
como templo ideal, los navegantes...

Mi casa en la montaña silenciosa;
mi casa en la montaña más lejana;
en la montaña altiva
para soñar más cerca de los cielos...

Mi casa en la montaña solitaria...
y bajo el Infinito,
mi vida que se extinga como un salmo
en una apoteosis evangélica...

       (Salterio, 1920)



Árbol en la noche

Árbol en la noche:
fantasma a la vera del camino incierto;
nadie te contempla ni te admira nadie
cuando no parece que brindas consuelo.
Ya sabrás ahora
cuán falsos los hombres fingen sus afectos.

Te han dejado solo,
porque tú en la noche no brindas consuelo.

Nadie ve en la sombra las flores o frutos
del árbol que, a solas, remeda un espectro.
Almas que mendigan placeres efímeros
pasan a tu vera, y al pasar el viento,
tú murmuras siempre con lenguaje extraño,
y ellas huyen, huyen temblando de miedo.
Te han dejado solo,
porque tú en la noche no brindas consuelo.
Y jamás has visto
la sombra de un nuevo
Francisco de Asís que dijera
la dulce palabra de su amor fraterno.
Mas tú nada esperas; te basta ser árbol,
y ni aun lo que eres te importa saberlo.
Con ramas, con flores o frutos,
a ti mismo ajeno,
de noche o de día, tu dádiva es fácil
a todas las manos que tienda el deseo.

Por eso tú eres
símbolo, en la Tierra, del amor perfecto
Mas como en la noche nadie te sospecha,
eres un misterio;
eres un fantasma para los que temen,
o eres algo inútil, tal vez, para aquellos
que marchan ansiosos de amores fugaces
mientras tú rumoras el amor eterno.

Te han dejado solo,
porque tú en la noche no brindas consuelo.

Pero yo te amo;
pero yo te siento
cerca de mi alma,
como si tuviera prendida aquí dentro
de mi ser alguna raíz de ti mismo;
de modo que, a veces, en éxtasis, pienso
si ambos no nacimos,
si ambos no seremos
ramas de un mismo árbol;
del árbol inmenso
que expande, florido de estrellas,
la copa sin fin de los cielos.

¿Somos por ventura,
tú con tus rumores y yo con mis versos,
dos fantasmas sólo, del camino al borde,
para los que pasan temblando de miedo?...

Árbol en la noche, ¡qué solos estamos
cuando no se puede prodigar consuelos!
Mas ¡qué importa, hermano!; ¡oh hermano, qué importa,
si los dos podemos,
llenos de armonía, vibrar en la noche,
tú, con tus rumores, y yo, con mis versos,
al paso de todas las almas que gimen,
o al paso del viento!...
       (Vida plena, 1934)




La Tierra...

La Tierra pide un canto
que no ha dicho jamás ningún poeta.
La Tierra tiene voces infinitas:
voz y llanto de mar, de viento y selva,
para decir los íntimos dolores
que acaso la atormentan.

Yo no sé por qué siento que ella sufre,
y en la noche me fingen las estrellas
lágrimas de una pena inconsolable
que llora nuestras culpas. ¡Oh, la Tierra,
que profanan los hombres irredentos!
¡Quién sabe lo que siente! ¡Quién sabe lo que piensa!

Las almas están sordas en el fondo
de estos valles; las almas están ciegas,
y marchan como sombras errabundas,
sin comprender adónde, hacia la etérea
mansión, desde la cual vendrán de nuevo
a deslizarse por las mismas sendas.

Las almas están sordas;
las almas están ciegas.

Nadie supo aclararnos el misterio
de esta lucha sin fin en que se empeñan
los hombres y las cosas. ¡Oh, la Vida!
–revolución perpetua
de ocultas energías.
¡Oh, la Tierra,
paciente y dolorosa,
con estas criaturas que la pueblan!

El hombre es el dolor; acaso el único
dolor que la atormenta.
Si no fueran los astros;
si no fueran
el mar, el viento, el río… ¿quién diría
lo que tal vez decir quiere la Tierra?
El canto que ella inspira
no lo ha dicho jamás ningún poeta.
La Tierra pide un canto
de piedad a los hombres que la pueblan.
La Tierra tiene voz; pero las almas
están sordas. La Tierra
llora por todos; pero…
¡las almas están ciegas!

       (Vida Plena, 1934)

                     
Atlántico

A todos los peregrinos del Océano.
A todos los emigrantes.


tlántico:
Bien haya tu presencia
a cuyo influjo el ánima del bardo
libérrima se inspira
al cruzar tu extensión por vez primera!

No porque fuera yo glorificado
reprimiré las ansías de loarte,
viejo hermano de todos los cantores
que con sus sueños marchan
sobre tus campos de zafir… Hermano
sí, porque ostentas el color simbólico
tan caro a nuestras almas, las que siempre
al acogerse a ti sintieron una
firme revelación de lo infinito
y conquistaron la virtud secreta
de afrontar el Destino pavoroso
con los órficos ritmos inviolables!

¡Hermano y salvador! porque también
al ruido de tus olas se templaron
los ánimos cobardes, temerosos
del dolor de la vida y de la muerte;
porque tú sabes dar a los que sufren,
tan profundo cuan eres, el olvido
contra el pesar; al triste la alegría;
al discorde tus músicas rientes,
y tu aliento salobre
para salubridad de los enfermos.

¡Oh, mar consolador que me revelas
más que otro alguno singular encanto!
Yo te amo arrullador y soledoso,
en las horas nocturnas,
bajo el suave claror del plenilunio
tan dulcemente al ensoñar propicio;
o cuando más horrísono y temible
hinchas tu lomo con furor supremo
como retando a los futuros siglos
que han de volar cual torbellino de hojas
o de polvo fugaz hacia lo eterno
sin que puedan herirte ni mancharte…

Dilecto mar que ciñes y floreas
con tus espumas a mis siete Islas,
cuyo soberbio Patriarca –el Teide–
es digno vigilante de tu imperio
allá frente a las costas africanas…

Tú eres el mismo que amorosamente
contemplaron mis ojos infantiles;
mar familiar por donde fue precisa
la marcha de los seres más queridos…
¡Mar de los emigrantes!: ¿volverán
los que se alejan al terruño amado?...
¿Por qué nos tienta lo ideal remoto
si la dicha jamás tendió las alas
de nuestro hogar primero?...

En los claros confines del Poniente
te veremos besar extraños lares,
y de los nuestros llegarán entonces
los recuerdos de amor en muchedumbre
como las golondrinas expatriadas…
Oh mar que haces posible la amargura
de conquistar el pan en tierra ajena;
el duro pan que han de partir los pobres
con los que aguardan en la opuesta orilla
donde tú puedes recoger las lágrimas
que a la partida suelen derramarse…
Haz por llevarme las que en ti cayeren,
perlas del corazón, porque mi musa
las reciba en las playas tropicales
y forme con el hilo de mis rimas
el divino collar de su garganta!

       (Salterio, 1920)



La última tregua

A Domingo Cabrera Cruz,
con el mayor afecto


Una tregua, no más, Señor, te pido
para volver al mundo abandonado.
Hallar quisiera cuanto eché en olvido
y amar de nuevo cuanto he despreciado.

Una queja sin fin de lo pasado,
más clara cada vez, hiere mi oído,
por lo que pude dar y nunca he dado.
por lo que pude ser y nunca he sido;

Sé que al dejar la paz en donde moro,
voy a perder el único tesoro
que la dicha sin término asegura.

Mas, si me pesa tan feliz estado,
quiero volver al mundo abandonado
donde gimen las almas sin ventura.

Cuba, diciembre 1951
(Publicado en Gánigo, 1961)



Piedra rodada

¿En qué soñada libertad me fundo
para exceder con paso verdadero
a esa piedra que finge un derrotero
según la gravedad que rige al mundo?

Juguete de un destino furibundo,
por la corriente o el despeñadero
va como un alma en trance postrimero,
rindiéndose al imán de lo profundo.

Mas ¡qué importa si al fin todos marchamos
al mismo influjo del poder aleve
que sufre la infeliz piedra rodada,

y todos por igual nos inclinamos
hacia cualquier declive que nos lleve
al abismo, a la sombra o a la nada!

(Del libro inédito La piedra viva)



El Amor nunca muere

Cayó en el seno de la Tierra un día
la semilla inmortal, y en el arcano
de su laboratorio soberano
era el árbol primero que nacía.

La copa de aquel árbol corpulento
de flores se cuajó, de flores rojas,
y fue el fruto maduro entre las hojas
para los hombres el primer sustento.

Era infantil aún la vida humana.
Cada hombre era niño en su rudeza,
y en el seno de la Naturaleza
era como el rumor de una fontana.

Pasaron siglos. Un afán sin nombre
se aposentó del hombre en las entrañas,
y alejado de Dios, con fieras mañas
contra Natura revelose el hombre.

Y sopló el huracán. Como un sudario
de muerte helose el agua en las alturas
y ante el asombro de las criaturas
rindiose al fin el árbol milenario.

Próvido el viento a patrias desiguales
llevó en sus alas la simiente aquella,
mas nadie ha visto donde está la huella
del árbol nutridor de los mortales.

Aún el instinto con sus voces hondas
no cesa de clamar por la dulzura
del bello fruto con que la Natura
matizaba lo verde de sus frondas.

Un viejo adorador del árbol viejo
a cuya sombra se durmió, soñaba
que un ángel en sus manos le mostraba
del árbol primitivo el fruto añejo.

Yo soy –le dijo– por hechura expresa
del Creador, el ángel mensajero
que viene y siembra al borde del sendero
la semilla que tanto le interesa.

Come del fruto, pero no lo guardes
para mañana porque se te pierde;
no lo des a tu hermano si está verde
ni si maduro, en brindárselo te tardes.

Este es el fruto del amor, no tiene
fin en la Tierra para los mortales.
Para el amor los hombres son iguales,
y por igual a todos os mantiene.

Vengo a dejar cerca de ti sembrado
el árbol del amor. Pon gran cuidado
en él; su fruto brinda al peregrino,

que el peregrino sembrará en sus lares.
Yo recorro las sendas estelares
sembrando el árbol del Amor Divino.



Poema atribuido a Pedro Bethencourt.
Se encontraba junto a otros tres poemas
mecanografiados, dentro de un ejemplar de
Vida plena dedicado por el autor a Luz
Fernández Suárez el 7 de abril de 1934 y
comprado en una librería de libro antiguo
de Madrid en 2005.


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