Rincones del Atlántico

El Culto al Árbol

Todo el que por primera vez penetra en un monte cubierto de arbolado, se ve agradablemente sorprendido ante la grandiosidad y la belleza que encierra. Todo respira allí encanto y poesía; el arroyo murmurador, el canto de las aves, el susurro de las hojas, los árboles secu­lares, son elementos de esa majestuosa belleza, tan ale­gre y tan variable, que solamente puede compararse con la del mar. Es el monte manantial fecundo de inspira­ción para músicos, poetas y pintores; lugar de satisfacción moral para todo el que a él acude; fuente de salud para el que allí va en busca de descanso y reposo a la agitada vida de las grandes urbes. ¿Por qué, pues, el hombre está destruyendo los montes y haciendo desapa­recer a su principal adorno, que son los árboles? ¿Por qué el agricultor tiene declarada la guerra a muerte al árbol? ¿Es que no ha penetrado aún en su alma el sentimiento de lo bello?

El agricultor sabe que la sequía es el enemigo de todo cultivo pero no ha aprendido aún que la causa de la sequía es precisamente la falta de arbolado; no sabe, no, que el agua es el árbol; y que el árbol es el agua; desco­noce esa ley de la Naturaleza, que dispone que lo que siempre corre, lo que está en movimiento constante, el agua, está unida, por indisoluble pacto a lo eternamente inmóvil, a lo que no avanza jamás, al árbol. En cuanto lo sepa, tan pronto como quede convencido de que no hay agricultura posible sin montes ni agua sin árboles, se tornará amigo y defensor de los árboles y de los montes; amará al árbol, como se ama a todo lo bueno, a cuan­to nos proporciona bienestar, y lo respetará al igual que se respeta al amigo, al aliado, al protector.

Amemos, respetemos a los árboles, para que si éstos, como dice un gran poeta, han desaparecido y se han re­fugiado en inaccesibles parajes, huyendo del martirio y del tormento a que la incultura les tenía sometidos, vuelvan otra vez a convivir con nosotros, vuelvan a otorgarnos sus inmensos beneficios, para que, con su presencia, digan que estamos ya en el siglo que ha de reparar tanta injusticia y tanta torpeza con ellos come­tidas, y proclamen por todos los ámbitos de la tierra que «el hombre es el mejor amigo del árbol».

Santiago Pérez Argemí
Año XV, nº68, julio de 1930


Por el Árbol

I.-La cultura de un pueblo está en razón directa con su protección al árbol.

II.- Repoblando las cabeceras de un torrente, se le transforma en benéfico arroyuelo.

III.-Los montes son el alma de la agricultura; hay que conservarlos para que no desaparezca el cultivo del suelo.

IV.-Los manantiales sólo se forman en los montes; aumentando el arbolado, se aumenta el caudal de agua de los ríos.

V.-Las dunas, formadas por arenas voladoras, causan verdaderas catástrofes en su constante movimiento de avance; si las fijamos por medio de plantaciones de árboles, habremos transformado el desierto en alegre oasis.

VI.-Es tan directa la acción del arbolado sobre el clima y en la formación y distribución de las lluvias, y son tan necesarios los productos forestales, que la destrucción de los montes constituye un verdadero peligro mundial.

VII.-Solamente la repoblación forestal puede sanear y hacer habitables los terrenos pantanosos.

VIII.-La majestuosa belleza de los montes es suficiente para justificar su existencia.

IX.-Los montes constituyen grandes depósitos de aire no viciado, son productores de oxígeno, y, por tal concepto es necesaria su conservación.

X.-El que planta un árbol ejecuta una obra buena; el que lo destruye sin necesidad es un ignorante o un malvado.

Año XVI, nº81, agosto de 1931


Se va recogiendo el fruto

Aunque nuestra gran impaciencia por ver algún día realizado el sueño que nos ilusiona, nos hace parar en el camino y dudar de nuestras fuerzas y del buen deseo de los demás, las voces de aliento que llegan hasta nosotros,-voces cariñosas de leal y sincera amistad que el patriotismo inspira- nos dicen con nobleza: «¡Seguid adelante, seguid sin desmayar, que toda obra que el desinterés defiende, por el desinterés es defendida!» Gracias, gracias de todo corazón, a quién tan noblemente nos habla, trayendo a nuestro pecho estímulos generosos que levantan nuestro espíritu, que nos hacen olvidar los desfallecimientos y desengaños que siempre se experimentan aún en aquellas empresas de índole más santa y abnegada, en aquellos propósitos que van acompañados del bien común y del florecimiento y prosperidad del terruño.

Pero ¡no importa!: ni las dificultades, ni los obstáculos que se nos presenten, nos harán retroceder.

Solo servirán de estímulos que, Dios mediante, nos alientan con un secreto poder para seguir impertérritos nuestras amorosas propagandas en nuestra querida e idolatrada patria.

Hace trece años, cuando íbamos a dar comienzo a la publicación de EL CAMPO, decíamos en las columnas del semanario «Vida Moderna»: «Vamos a luchar por fomentar el amor al árbol, por la propagación del arbolado, llevando a todos los rincones de nuestras Islas, pruebas ejemplares de su importancia y de los grandes problemas que con él se resuelven, así como los inmensos beneficios que proporciona a las regiones que saben atenderlo y propagarlo.

No nos hará desfallecer esa indiferencia, tan criminal como el hacha taladora. Solos hemos arrojado la simiente bendita a la madre tierra, y si vivimos, ya que no la recompensa de los hombres, podremos algún día disfrutar del abrigo de algún árbol que hayamos plantado, que en ellos suele hallarse más protección que en algunos pechos esterilizados por el egoísmo.»

Y así lo hemos hecho. Algunas veces -muchas- a la soledad de nuestro retiro han llegado señales de manifiesta indiferencia para nuestras predicaciones; pero también han llegado esas voces nobles que nos alientan para seguir adelante.

Y estos son los frutos que vamos recogiendo, por que se nos alienta con palabras y con obras. Pese a quien pesare, en Canarias existe ya un estado de opinión favorable al árbol, y, por lo tanto; en pro del resurgimiento forestal de nuestras Islas. Como ha dicho muy bien y con gran oportunidad nuestro culto y distinguido amigo don Francisco Trujillo: «Los incendios vienen siendo cada vez menos frecuentes e importantes y las cortas clandestinas, que yo sepa, se hallan reducidas alas de algunas ramas verdes y de algún palo, pero estos daños no se ha podido ni se podrá nunca evitarlos totalmente, porque la necesidad es mala consejera y en muchas de las veces empuja al presunto dañador, aunque sepa que será siempre perseguido y casi siempre castigado».

La reacción que aquí se ha operado es general en toda la provincia y hasta en las desgraciadas y sedientas islas de Lanzarote y de Fuerteventura se han plantado y se sigue plantando árboles.»

Año XIII, nº43, junio de 1928



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