Rincones del Atlántico

 
Los pinos gordos

Leoncio Rodríguez


¡PINO CANARIO...! Árbol isleño por excelencia, único de su especie en el mundo; el más útil, el más sobrio y resistente de nuestra flora. Árbol de los mitos indígenas, de las tradiciones religiosas, de las ofrendas votivas. Árbol con justo título llamado canariensis, de nombre tan socorrido entre las mujeres isleñas, tan bello y sonoro: ¡Pino...! Su historia está llena de vicisitudes y heroísmos. Porque ninguno de nuestros árboles fue tan codiciado y perseguido, ni supo resistir como él, tan obstinadamente, la saña enemiga.

Todavía en los albores de la Conquista, apenas profanada la virginidad de nuestras selvas, ya comenzaban su acoso y su exterminio. Una guerra implacable, sin tregua ni cuartel, que les obligó a buscar cobijo en las quebradas y las cimas de las montañas, en las márgenes de los barrancos o entre las escorias volcánicas, procurándose un asidero y un refugio contra la cruzada tenaz de sus insaciables enemigos.

De poco sirvieron aquellas enérgicas medidas y prevenciones del primer cabildo de la isla, convertidas en ley y mandato para todos los pueblos: “Que en las licencias que se dieren para cortar pinos se exprese siempre que sea obligado el que lleve la tal licencia, a mondar diez pinos pequeños por cada un pino. Que no se corten de menos frente de grueso de dos palmos, so la pena en que caen los que corten madera de pino sin tener licencia para ello. Y que ninguna persona sea osada de cortar pinos para hacer pez, pena de mil maravedís por cada un pino, y de perdimiento de la pez”.

Las dilatadas áreas que abarcaban los pinares de la isla, y que en algunas zonas extendíanse hasta las costas, quedaron bien pronto reducidas a núcleos aislados en los filos y vertientes de las cordilleras centrales. Y aun en ellas sufrieron el asedio de los que se disputaban el botín ubérrimo de sus resinas y maderas. Maderas veneradas, “del árbol inmortal”, para los indígenas, “que no se pudrían jamás ni encima ni debajo de la tierra ni dentro del agua”. Maderas sagradas, que sirvieron de sarcófagos para sus reyes y de escudos y lanzas para sus guerreros. Maderas que fueron después techo, lumbre y ornato de los hogares canarios; balcón, postigo y celosía de nuestras mujeres; vigas para nuestros lagares y molinos; aperos para nuestra labranza; canalones para nuestras albercas y antorchas para nuestros pescadores... ¡Maderas privilegiadas, de acres aromas, nudosas y fuertes, resistentes y duras como las rocas isleñas!

De la exuberancia de nuestros pinares hiciéronse lenguas todos los historiadores. Viejos cronistas refieren que, a principios del siglo XV, sólo en la isla de El Hierro existían más de cien mil pinos, muchos de ellos tan gruesos que dos hombres no podían abarcarlos. En Tenerife abundaban los ejemplares corpulentos en Los Realejos, donde las continuas talas y un voraz incendio, ocurrido en 1731 y que duró varios días, destruyeron totalmente sus bosques.

Fama tuvo también por sus pinos gigantes la región que se extendía al norte de la villa de La Orotava hasta los límites de Las Cañadas. En esta zona, y poco antes de llegar a la antigua Cruz de la Solera, en el Monte Verde, descollaban por su altura el pino llamado del “Dornajito”, del que pendían, a modo de cabellera, grandes festones de plantas parásitas, el “Pino de las Meriendas” y el de “La Carabela”, en lo alto de la escarpada colina de su nombre. A través de estos grandes árboles observó el ilustre viajero inglés Mr. Edens, visitante de Tenerife a principios del siglo XVIII, cómo se incendiaban en el aire, a modo de cohetes, algunas materias sulfúreas.

Ninguno de estos pinos seculares existe ya. Todos sucumbieron como aquellos “viejos del bosque”, los “viejos de alma grande”, evocados en su “Tarde en la Selva” por nuestro poeta Tomás Morales:

Heridas por la muerte las sabias vigorosas, ved cómo el triste extiende sus ramas bienhechoras.

Mejor suerte corrieron los pinos “gordos” en la región del sur, sin duda porque la distancia y lo abrupto del lugar contribuían a resguardarlos en parte del odio y la barbarie de los perseguidores del árbol. Así han podido prolongar su existencia hasta nuestros días ejemplares tan notables como el pino de Tágara, en Guía de Isora, de bravío e imponente aspecto, y los más conocidos de Vilaflor, que el vulgo ha bautizado con el gráfico nombre de “pinos gordos”.

En uno de los escenarios más bellos de la isla, al abrigo de la pequeña cuenca coronada por las alturas de San Roque, El Sombrerito y El Guajara, a lo lejos, estos colosos de la selva son como símbolos vivientes del vigor de la raza. Uno de ellos, producto de una gemelización, mide más de sesenta metros de altura y ocho de circunferencia del tronco, y cuenta en su viejo historial con el honroso título de haber sido proclamado campeón en un concurso nacional organizado por la Revista de montes para premiar el ejemplar de mayor desarrollo entre todos los de las regiones españolas. Y no le va a la zaga en corpulencia y majestuosidad otro existente en el sitio conocido por la Madre del Agua, de 65 metros de altura y 7’75 de circunferencia, que compite en altivez y belleza con su congénere del Monte de Agua Agria.

Todo es grato y sugeridor en el ámbito que rodea estas imponentes moles vegetales: luz diáfana, cielo alegre y sereno, rumor de fuentes cantarinas, aromas suaves de ardisias y codesos, y aires tonificantes y asépticos, de fama universal.

Pinos venerables, que sirvieron de baluarte a las huestes del rey Adjoña y presenciaron los arrobos místicos de aquel joven lugareño, Pedro de Bethencourt, soñador de aventuras en Indias, más tarde misionero ilustre, fundador de los betlemitas en Guatemala.

Pregoneros de la leyenda; venerables vestigios de la antigua Miraflor, célebre por sus bosques y sus fuentes, y también
           por el alto renombre que de bella tuvo una guancha en ella celebrada.



¡Quién sabe si, a la sombra de estos ingentes pinos de Miraflor, halló su asiento la tradición famosa de las dos fuentes de las Islas Afortunadas: la de las aguas agrias que hacían llorar y la de las aguas dulces que hacían reír!... Por lo que no se podía beber de la una sin buscar el remedio y el consuelo de la otra...

Del libro: Los árboles históricos y tradicionales de Canarias (crónicas de divulgación. S/C de Tenerife: Biblioteca Canaria, ca. 1940.

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